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EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Miguel de Cervantes Saavedra
Capítulo primero
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D.
Quijote de la
Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de
lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las
más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los
viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de
velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de
lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de
lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los
cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo
de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta
años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro;
gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por
conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la
narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos
que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer
libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración
de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en
esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para
comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa
todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían
tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva:
porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones
suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer
aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes
hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace,
de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que
de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la
vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre
caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las
entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.
No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y
recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le
hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo
lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor
aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y
darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y
continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que
era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido
mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas
maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno
llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía
comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque
tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la
valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto
en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y
del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a
perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía
en los libros, así de encantamientos, como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas
soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia
más cierta en el mundo.
Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen
caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la
ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio
dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo
del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el
encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó
a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho
bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación
gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era
afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos
de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar
cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma,
que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar
una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun
a su sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más
extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le
pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra,
como para el servicio de su república, hacerse caballero
andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a
buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él
había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo
por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan
agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos
sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo
primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus
bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos
siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón.
Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían
una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino
morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de
cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el
morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que
para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una
cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el
primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana:
y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de
nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal
manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer
hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada
finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía
más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela,
que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo
de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro
días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque,
según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de
caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin
nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que
declarase quien había sido, antes que fuese de caballero
andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón,
que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le
cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y
al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos
nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a
hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar
ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de
lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto
nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí
mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se
vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron
ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda
se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron
decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había
contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó
Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo
el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con
que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto
nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender
que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien
enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol
sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por
malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por
ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los
caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto
por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no
será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se
hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde
y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la
ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás
como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual
me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la
vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó
nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más
cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se
cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de
muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque
según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle
título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no
desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de
princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO,
porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus
cosas había puesto.
Capítulo segundo
Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
ingenioso D. Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más
tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la
falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según
eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar,
sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que
satisfacer; y así, sin dar parte a persona alguna de su
intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día
(que era uno de los calurosos del mes de Julio), se armó de
todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa
de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo
de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen
deseo. Mas apenas se vió en el campo, cuando le asaltó un
pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la
comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no era
armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni
podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto qeu lo
fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin
empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.
Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito;
mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de
hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de
otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los
libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas pensaba
limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que
un armiño: y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin
llevar otro que el que su caballo quería, creyendo que en
aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo, pues,
caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
mismo, y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros
tiempos, ciando salga a luz la verdadera historia de mis famosos
hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue
a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?
"Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha
y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos,
y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas
lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida
de la rosada aurora que dejando la blanda cama del celoso
marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los
mortales se mostraba, cuando el famoso caballero D. Quijote de
la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido
campo de Montiel." (Y era la verdad que por él caminaba) y
añadió diciendo: "dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde
saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en
bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y
pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio
encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser
coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides
de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y
carreras." Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera
enamorado: "¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo
corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y
reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer
ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este
vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
padece."
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de
los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía
su lenguaje; y con esto caminaba tan despaico, y el sol entraba
tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle
los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin
acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba,
poerque quisiera topar luego, con quien hacer experiencia del
valor de su fuerte brazo.
Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino
fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de
viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo
que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él
anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron
cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por
ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad,
vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si
viera una estrella, que a los portales, si no a los alcázares de
su redención, le encaminaba. Dióse priesa a caminar, y llegó a
ella a tiempo que anochecía. Estaban acaso a la puerta dos
mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las cuales iban
a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella noche
acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo
cuanto pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar
al modo de lo que había leído, luego que vió la venta se le
representó que era un castillo con sus cuatro torres y
chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y
honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
castillos se pintan.
Fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y
a poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando
que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con
alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo; pero como
vió que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar a
la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vió a las
dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron
dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la
puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso
que un porquero, que andaba recogiendo de unos rastrojos una
manada de puercos (que sin perdón así se llaman), tocó un
cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le
representó a D. Quijote lo que deseaba, que era que algún enano
hacía señal de su venida, y así con extraño contento llegó a la
venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de
aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se
iban a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por su
huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su
seco y polvoso rostro, con gentil talante y voz reposada les
dijo: non fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado
alguno, ca a la órden de caballería que profeso non toca ni
atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas, como
vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el
rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar
doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la
risa, y fue de manera, que Don Quijote vino a correrse y a
decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha
sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo
digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío
non es de al que de serviros.
El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de
nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el
enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el
ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual,
viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan
desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no
estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de
su contento; mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos
pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo:
si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho
(porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará
en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad del
alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la
venta), respondió: para mí, señor castellano, cualquiera cosa
basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear,
etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había
sido por haberle parecido de los senos de Castilla, aunque él
era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón
que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje. Y así le
respondió: según eso, las camas de vuestra merced serán duras
peñas, y su dormir siempre velar; y siendo así, bien se puede
apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones
para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y
diciendo esto, fue a tener del estribo a D. Quijote, el cual se
apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo
aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le
tuviese mucho cuidad de su caballo, porque era la mejor pieza
que comía pan en el mundo.
Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como Don
Quijote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la
caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba; al cual
estaban desarmando las doncellas (que ya se habían reconciliado
con él), las cuales, aunque le habían quitado el peto y el
espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni
quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas
verdes, y era menester cortarlas, por no poderse queitar los
nudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera; y así se
quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más
graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al desarmarle
(como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le
desarmaban, eran algunas principales señoras y damas de aquel
castillo), les dijo con mucho donaire:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera D. Quijote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban dél,
princesas de su Rocino.
O Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi
caballo, y Don Quijote de la Mancha el mío; que puesto que no
quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro
servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al
propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido
causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo
vendrá en que las vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y
el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no
respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna
cosa. Cualquiera yantaría yo, respondió D. Quijote, porque a lo
que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a ser
viernes aquél día, y no había en toda la venta sino unas
raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en
Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras
truchuela.
Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela,
que no había otro pescado que darle a comer. Como haya muchas
truchuelas, respondió D. Quijote, podrán servir de una trueba;
porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos, que una
pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas
truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el
cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere, venga luego, que
el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el
gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa a la puerta de la
venta por el fresco, y trájole el huésped una porción de mal
remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento
como sus armas. Pero era materia de grande risa verle comer,
porque como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía
poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y
ponía; y así una de aquellas señoras sería de este menester; mas
el darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no
horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro,
le iba echando el vino. Y todo esto lo recibía en paciencia, a
trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de
puercos, y así como llegó sonó su silbato de cañas cuatro o
cinco veces, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que
estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y
que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras
damas, y el ventero castellano del castillo; y con esto daba por
bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le
fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no
se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la
órden de caballería.
Capítulo tercero
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en
armarse
caballero.
Y así, fatigado de este pensamiento, abrevió su venteril y
limitada cena, la cual acabada llamó al ventero, y encerrándose
con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole, no me levantaré jamás de donde estoy, valeroso
caballero, fasta que la vuestra cortesía, me otorgue un don que
pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro
del género humano. El ventero que vió a su huésped a sus pies, y
oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué
hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase; y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que
le pedía. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra,
señor mío, respondió D. Quijote; y así os digo que el don que os
he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que
mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero, y esta noche
en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y
mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para
poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como está a
cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo
soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado. El ventero,
que como está dicho, era un poco socarrón, y ya tenía algunos
barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo
cuando acabó de oír semejantes razones, y por tener que reír
aquella noche, determinó seguirle el humor; así le dijo que
andaba muy acertado en lo qeu deseaba y pedía, y que tal
prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan
principales como él parecía, y como su gallarda presencia
mostraba, y que él ansimesmo, en los años de su mocedad se había
dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del
mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los
percheles de Málaga, islas de Riarán, compás de Sevilla,
azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de
Granada, playa de Sanlúcar, potro de Córdoba, y las ventillas de
Toledo, y otras diversas partes donde había ejercitado la
ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos
tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas
doncellas, y engañando a muchos pupilos, y finalmente, dándose a
conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
España; y que a lo último se había venido a recoger a aquel su
castillo, donde vivía con toda su hacienda y con las ajenas,
recogiendo en él a todos los caballeros andantes de cualquiera
calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que
les tenía, y porque partiesen con él de su shaberes en pago de
su buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo no había
capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba
derribada para hacerla de nuevo; pero en caso de necesidad él
sabía que se podían velar donde quiera, y que aquella noche las
podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo
Dios servido, se harían las debidas ceremonias de manera que él
quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más
en el mundo. Preguntóle si traía dineros: respondió Don Quijote
que no traía blanca, porque él nunca había leído en las
historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese
traído. A esto dijo el ventero que se engañaba: que puesto caso
que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los
autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara
y tan necesaria de traerse, como eran dineros y camisas limpias,
no por eso se había de creer que no los trajeron; y así tuviese
por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de
que tantos libros están llenos y atestados) llevaban bien
erradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo
llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para
curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los
campos y desiertos, donde se combatían y salían heridos, había
quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador
por amigo que luego los socorría, trayendo por el aire, en
alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua
de tal virtud, que en gustando alguna gota de ella, luego al
punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
no hubiesen tenido; mas que en tanto que esto no hubiese,
tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus
escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas
necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando
sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran
pocas y raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas
alforjas muy sutiles, que casi no se parecían a las ancas del
caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque no
siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy
admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por
consejo (pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan
presto lo había de ser), que no caminase de allí adelante sn
dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas cuando menos se pensase. Prometióle don
Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y
así se dió luego orden como velase las armas en un corral
grande, que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas Don
Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo
estaba, y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil
continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando
comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la
locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de
caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño género de
locura, fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con
sosegado ademán, unas veces se paseaba, otras arrimado a su
lanza ponía los ojos en las armas sin quitarlos por un buen
espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta
claridad de la luna, que podía competir con el que se le
prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien
visto de todos.
Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la
venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas
de Don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual, viéndole
llegar, en voz alta le dijo: ¡Oh tú, quienquiera que seas,
atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más
valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y
no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu
atrevimiento! No se curó el arriero de estas razones (y fuera
mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes,
trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí, lo cual
visto por Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el
pensamiento (a lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo:
acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este
vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este
primero trance vuestro favor y amparo: y diciendo estas y otras
semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos
manos y dió con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que
le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si secundara con
otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que
primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado
(porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la misma
intención de dar agua a sus mulos; y llegando a quitar las armas
para desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra, y sin
pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez
la lanza, y sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del
segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió
toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto
Don Quijote, embrazó su adarga, y puesta mano a su espada, dijo:
¡Oh, señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado
corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza
a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está
atendiendo! Con esto cobró a su parecer tanto ánimo, que si le
acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie
atrás. Los compañeros de los heridos que tales los vieron,
comenzaron desde lejos a llover piedras sobre Don Quijote, el
cual lo mejor que podía se reparaba con su adarga y no se osaba
apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba
voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y
que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También Don
Quijote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y
que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero,
pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes
caballeros, y que si él hubiera recibido la orden de caballería,
que él le diera a entender su alevosía; pero de vosotros, soez y
baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que
lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y
denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían;
y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron
de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a la vela de
sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped,
y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego,
antes que otra desgracia sucediese; y así, llegándose a él se
disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había
usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigado
quedaban de su atrevimiento. Díjole, como ya le había dicho, que
en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de
hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según
él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en
mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo
que tocaba al elar de las armas, que con solas dos horas de vela
se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó Don Quijote, y dijo que él estaba allí
pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad
que pudiese; porque si fuese otra vez acometido, y se viese
armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo,
excepto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto
dejaría. Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego
un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los
arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con
las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don Quijote estaba,
al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en su manual como
que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la
mano, y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él con su
misma espada un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre
dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas
damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha
desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no
reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la
risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la buena señora: Dios
haga a vuestra merced muy venturoso caballero, y le dé ventura
en lides. Don Quijote le preguntó como se llamaba, porque él
supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced
recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que
alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha
humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un
remendón, natural de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho
Bienaya, y que donde quiera que ella estuviese le serviría y le
tendría por señor. Don Quijote le replicó que por su amor le
hiciese merced, que de allí en adelante se pusiese don, y se
llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió; y la otra le calzó la
espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la
de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la
Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a
la cual también rogó Don Quijote que se pusiese don, y se
llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca
vistas ceremonias, no vió la hora Don Quijote de verse a caballo
y salir buscando las aventuras; y ensillando luego a Rocinante,
subió en él, y abrazando a su huésped, le dijo cosas tan
extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero,
que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya
fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves
palabras, respondió a las suyas, y sin pedirle la costa de la
posada, le dejó ir a la buena hora.
Capítulo cuarto
De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la
venta
La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan
contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado
caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped acerca de
las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, en
especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa
y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de
recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos,
pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería.
Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual
casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar,
que parecía que no ponía los pies en el suelo. No había andado
mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura
de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como
de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto
me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que
debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos
deseos: estas voces sin duda son de algún menesteroso o
menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda: y volviendo las
riendas encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las
voces salían; y a pocos pasos que entró por el bosque, vió atada
una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de
medio cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que las
voces daba y no sin causa, porque le estaba dando con una
pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le
acompañaba con una reprensión y consejo, porque decía: la lengua
queda y los ojos listos. Y el muchacho respondía: no lo haré
otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra
vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el
hato. Y viendo Don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se
puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza, (que
también tenía una lanza arrimada a la encina, adonde estaba
arrendada la yegua) que yo os haré conocer ser de cobardes lo
que estáis haciendo.
El labrador, que vió sobre sí aquella figura llena de
armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y
con buenas palabras respondió: señor caballero, este muchacho
que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar
una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es
tan descuidado que cada día me falta una, y porque castigo su
descuido o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no
pagarle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que
miente. ¿Miente, delante de mí, ruin villano? dijo Don Quijote.
Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a
parte con esta lanza: pagadle luego sin más réplica; si no, por
el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto:
desatadlo luego. El labrador bajó la cabeza, y sin responder
palabra desató a su criado, al cual preguntó Don Quijote que
cuánto le debía su amo. El dijo que nueve meses, a siete reales
cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote, y halló que montaban
sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los
desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso
villano, que por el paso en que estaba y juramento que había
hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos, porque
se le había de descontar y recibir en cuenta tres pares de
zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le
habían hecho estando enfermo. Bien está todo eso, replicó Don
Quijote; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes
que sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero de los
zapatos que vos pagásteis, vos le habéis rompido el de su
cuerpo, y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en
sanidad se la habéis sacado; así que por esta parte no os debe
nada. El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí
dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré
un real sobre otro.
¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡Mal año! No,
señor, ni por pienso, porque en viéndose solo me desollará como
a un San Bartolomé. No hará tal, replicó Don Quijote; basta que
yo se lo mande para que me tenga respeto, y con que él me lo
jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir
libre y aseguraré la paga. Mire vuestra merced, señor, lo que
dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha
recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el
rico, vecino del Quintanar. Importa poco eso, respondió Don
Quijote, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto más que
cada uno es hijo de sus obras. Así es verdad, dijo Andrés; pero
este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y
mi sudor y trabajo? No niego, hermano Andrés, respondió el
labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro, por
todas las órdenes de caballerías hay en el mundo, de pagaros,
como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del
sahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote, dádselos en reales,
que con esto me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis
jurado; si no, por el mismojuramento os juro de volver a
buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar aunque os
escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os
manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo,
sabed que yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el
desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os
parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena
pronunciada.
Y en diciendo esto picó a su Rocinante, y en breve espacio
se apartó de ellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando
vió que había traspuesto el bosque y que ya no parecía, volvióse
a su criado Andrés y díjole: Venid acá, hijo mío, que os quiero
pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó
mandado. Eso juro yo, dijo Andrés, y como que andará vuestra
merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen
caballero, que mil años viva, que según es de valeroso y de buen
jue, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que
dijo. También lo juro yo, dijo el labrador; pero por lo mucho
que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la
paga. Y asiéndolo del brazo, le tornó a atar a la encina, donde
le dió tantos azotes, que le dejó por muerto. Llamad, señor
Andrés, ahora, decía el labrador, al desfacedor de agravios,
veréis cómo no desface aqueste, aunque creo que no está acabado
de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos
temíades.
Pero al fin le desató, y le dió licencia que fuese a buscar
a su juez para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se
partió algo mohino, jurando de ir a buscar al valeroso Don
Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había
pasado, y que se lo había de pagar con setenas, pero con todo
esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.
Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don
Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que
había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con
gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea,
diciendo a media voz: Bien te puedes llamar dichosas sobre
cuantas hoy viven en la tierra, oh sobre las bellas, bella
Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y
rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero, como lo es y será Don Quijote de la Mancha,
el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de
caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que
formó la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó el látigo de
la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión
valpuleaba a aquel delicado infante. En esto llegó a un camino
que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación
las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a
pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo
un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la
rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el
cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su
caballeriza, y habiendo andado como dos millas, descubrió Don
Quijote un gran tropel de gente que, como después se supo, eran
unos mercaderes toledanos, que iban a comprar a Murcia. Eran
seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a
caballo y tres mozos de mulas a pie.
Apenas les divisó Don Quijote, cuando se imaginó ser cosa
de nueva aventura, y por imitar en todo, cuanto a él le parecía
posible, los pasos que había leído en su s libros, le pareció
venir allí de molde uno que pensaba hacer; y así con gentil
continente y denuedo se afirmó bien en los estribos, apretó la
lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino
estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que
ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron a trecho
que se pudieron ver y oír, levantó Don Quijote la voz, y con
ademán arrogante dijo: todo el mundo se tenga, si todo el mundo
no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que
la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son de estas razones, y al ver
la estraña figura del que las decía, y por la figura y por ellas
luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver
despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía; y uno
de ellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:
señor caballero, nosotros no conocemos quién es esa buena señora
que decís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura
como significáis, de buena gana y sin apremio alguno
confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. Si
os la mostrara, replicó Don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros en
confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin
verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender;
donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia:
que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería,
ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de
vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón
que de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader,
suplico a vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que
aquí estamos, que, porque no carguemos nuestras conciencias,
confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más
siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del
Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de
mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como
un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y
quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merce
quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su
parte, que aunque su retrato nos muestre que es turerta de un
ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo
eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo
que quisiere. No le mana, canalla infame, respondió Don Quijote
encendido en cólera, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar
y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, sino más
derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la
grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es
la de mi señora. Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja
contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la
buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara
Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y
fue rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose
levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaba la lanza, espuelas
y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entre tanto que
pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo: non fuyáis,
gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino
de mi caballo, estoy aquí tendido. Un mozo de mulas de los que
allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo
decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin
darle la respuesta en las costillas. Y llegándose a él, tomó la
lanza, y después de haberla hecho pedazos, con uno de ellos
comenzó a dar a nuestro Don Quijote tantos palos, que a despecho
y pesar de sus armas le molió como cibera. Dábanle voces sus
amos que no le diese tanto, y que le dejase; pero estaba ya el
mozo picado, y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el
resto de su cólera; y acudiendo por los demás trozos de la
lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que con
toda aquella tempestad de palos que sobre él lovía, no cerraba
laboca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines,
que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron
su camino, llevando que contar en todo él del pobre apaleado, el
cual, después que se vió solo, tornó a probar si podía
levantarse; pero, si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo
lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros
andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era
posible levantarse, según tenía abrumado todo el cuerpo.
Capítulo quinto
Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro
caballero
Viendo, pues, que en efecto no podía menearse, acordó de
acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de
sus libros, y trájole su cólera a la memoria aquel de Baldovinos
y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la
montaña... historia sabida de los niños, no ignorada de los
mozos, celebrada y aun creída de viejos, y con todo esto no más
verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a
él que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y así
con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la
tierra, y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen
decía el herido caballero del bosque:
¿Donde estáis, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y de esta manera fue prosiguiendo el romance hasta aquellos
versos que dicen:
Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor Carnal.
Y quiso la suerte que cuando llegó a este verso acertó a
pasar por allí un labrador de su mismo lugar, y vecino suyo, que
venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo
aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién
era y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote
creyó sin duda que aquel era el marqués de Mantua su tío, y así
no le respondió otra cosa sino fue proseguir en su romance,
donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo
del Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el
romance lo canta. El labrador estaba admirado oyendo aquellos
disparates, y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos
de los palos, le limpió el rostro que lo tenía lleno de polvo; y
apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo: señor
Quijada (que así se debía de llamar cuando él tenía juicio, y no
había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante) ¿quién ha
puesto a vuestra merced de esta suerte? Pero él, seguía con su
romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo
mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía
alguna herida; pero no vió sangre ni señal alguna. Procuró
levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su
jumento, por parecerle caballería más sosegada. Recogió las
armas hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante,
al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó
hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que Don
Quijote decía; y no menos iba Don Quijote, que de puro molido y
quebrantado no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en
cuando daba unos suspiro que los ponía en el cielo, de modo que
de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué
mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria
los cuentos acomodados a sus sucesos, porque en aquel punto,
olvidándose de Baldovinos, se acordó del moro Abindarráez cuando
el alcaide de Antequera Rodrigo de Narváez le prendió, y llevó
cautivo a su alcaidía. De suerte que cuando el labrador le
volvió a preguntar cómo estaba y qué sentía, le respondió las
mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a
Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él había leído la
historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe;
aprovechándose de ella tan de propósito que el labrador se iba
dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde
conoció que su vecino estaba loco, y dábase priesa a llegar al
pueblo, por excusar el enfado que Don Quijote le causaba con su
larga arenga. Al cabo de lo cual dijo; sepa vuestra merced,
señor Don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa, que he
dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he
hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se
han visto, vean, ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador: mire vuestra merced, señor,
¡pecador de mí! que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el
marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra
merced es Baldominos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo
del señor Quijada; yo sé quien soy, respondió Don Quijote, y sé
que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce
Pares de Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas
las hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí
hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y otras semejantes llegaron al lugar a la
hora que anochecía; pero el labrador aguardó a que fuese algo
más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero.
Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en
casa de Don Quijote, la cual halló toda alborotada, y estaban en
ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de
Don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces: ¿qué le
parece a vuestra merced, señor licenciado, Pero Pérez, que así
se llamaba el cura, de la desgracia de mi señor? Seis días ha
que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni
las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a entender, y así es
ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros
de caballerías que él tiene, y suele leer tan de ordinario, le
han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir
muchas veces hablando entre sí, que quería hacerse caballero
andante, e irse a buscar las aventuras por esos mundos.
Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así
han echado a perder el más delicado entendimiento que había en
toda la Mancha. La sobrina decía lo mismo, y aún decía más:
sepa, señor maese Nicolás, que este era el nombre del barbero,
que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en
estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches:
al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía
mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y
cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro
gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio
decía que era sangre de las feridas que había recibido en la
batalla; y bebíase luego un gan jarro de agua fría, y quedaba
sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísisma
bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande
encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que
no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío,
para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y
quemaran todos estos descomulgados libros (que tiene muchos),
que bien merecen ser abrasados como si fuesen de herejes. Esto
digo yo también, dijo el cura, y a fe que no se pase el día de
mañana sin que de ellos no se haga auto público, y sean
condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de
hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Quijote, con que
acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así
comenzó a decir a voces: abran vuestras mercedes al señor
Baldovinos y al señor marqués de Mantua, que viene mal ferido, y
al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo
de Narváez, alcaide de Antequera. A estas voces salieron todos,